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dimarts, 5 de juliol del 2011

LOS MERCADOS Y LA GLOBALIZACIÓN: REPARTO DE MISERIA.

Cuando hablamos de los mercados no sabemos exactamente a qué nos referimos. Cuando decimos que la economía está globalizada, nos estamos refiriendo a la mundialización de los intereses financieros, del comercio, de la extensión planetaria de la industria, de la libre disponibilidad de los recursos agrícolas y materias primas de cualquier país, que se ponen al alcance de los grandes intereses internacionales, es decir, de las multinacionales. Realmente, los mercados, entes deshumanizados, abstractos e inconmensurables, no sujetos a las mínimas normas de la decencia, son los que han decidido que en economía no deben existir barreras legales ni fronteras políticas que puedan entorpecer la libertad de movimiento de los grandes capitales y la  consecución de altísimas plusvalías, que escapan a cualquier atisbo de control y de una simple regulación por parte supuestos organismos e instituciones, por otro lado,  también globalizados.

Los mercados decidieron un buen día que para conseguir la máxima rentabilidad del capital, de beneficios ilimitados, hacía falta que la economía fuera considerada un fenómeno mundial, ajeno a los corsés que imponen la legislación de los estados, los partidos políticos y los servidores públicos locales. Para conseguir sus objetivos iniciaron una dura y descarnada campaña cooptativa, sin escatimar medios, que pusieran de su parte aquellos  que más influencia aparente tenia en la creación de la opinión pública. Y así, algunos medios de comunicación, intelectuales y también políticos fueron cayendo en manos de la filosofía globalizadora, que debía permitir  avanzar irremisiblemente hacia las más altas cotas de desarrollo y prosperidad que la historia de la humanidad hubiera nunca imaginado. La globalización y sus consecuencias estaban servidas.

Las consecuencias son de sobras conocidas. De una parte, la especulación financiera e inmobiliaria, a escala mundial. También el control del comercio de materias primas y de los productos agrícolas susceptibles de generar pingües beneficios a los acaparadores sin escrúpulos. Los paises del tercer mundo pasaron ha llamarse países emergentes. La URSS sucumbió ante el empuje del capitalismo, para dar paso a Rusia, con graves problemas de corrupción y de autoestima. Brasil, India, y sobre todo China fueron seducidas por el capitalismo salvaje, cuyo paradigma más evidente (y sorprendente) es el caso del gigante asiático, bajo un régimen enemigo de la libertad y de los derechos humanos, lo cual poco importa a los mercados, si ello no perjudica los negocios.

En los países occidentales, especialmente en Europa, la globalización ha acentuado las diferencias internas. La debilidad de sus farragosas instituciones y su escaso peso político, han ocasionado una crisis, además de financiera, también política. Los países de la ex-Europa Oriental se han sumado a la fiesta europea, pero lejos de fortalecerla, la han debilitado hasta el punto que su creación más emblemática, el Euro, está padeciendo el acoso de los mercados, ansiosos de cobrarse la sangre de los países más débiles de la Europa del Sur y del Este.

Curiosamente son los países que han sufrido una crisis no solo financiera, también en el sector de la construcción, ambos de especial predilección de los especuladores más globales e inmisericordes.

La globalización está significado la deslocalización de las empresas hacia los países menos desarrollados, los emergentes, aquellos cuyos salarios y condiciones de trabajo rozan un nuevo tipo de esclavitud, lo que permite acumular grandes beneficios sin apenas control ni, por supuesto,  mínimo sentido redistributivo de la riqueza generada. La consecuencia es el aumento del paro, los recortes en las pensiones y la precarización del poco empleo que subsiste, así como un aumento espectacular de la deuda -pública y privada- para mantener una ficción de ser estados desarrollados y ricos,  en países como Grecia, Irlanda, Portugal, España,  sometidos a una estricta vigilancia de las instituciones Europeas, de Alemania, del FMI, en definitiva de los mercados.

Los grandes bancos supranacionales no han hecho ascos a las cuantiosas aportaciones de fondos públicos que todos los estados han efectuado para salvar el sistema financiero del hundimiento que sus irresponsables actuaciones habrían sin duda causado. Los especuladores financieros globales se permiten aconsejar, calificar y conminar a los gobiernos para que ajusten sus cuentas, recorten su estado del bienestar, flexibilicen el mercado de trabajo -que se puede traducir por disminución de la protección legal y social, hasta casi el despido libre, sin apenas indemnización y con escasa cobertura de desempleo-. Las instituciones que deberían velar por las buenas prácticas, los llamados reguladores de los mercados, están prácticamente desaparecidas de los escenarios, víctimas de su ineficaz indolencia y abulia. Todos los humanos nos hallamos en manos de los mercados y estos tienen absoluta libertad para hacer y deshacer a su antojo y por puro interés, en su propio -y único- interés. La Economía ha acentuado su hegemonía sobre la Política, sometiendo a esta y pervirtiendo el principio básico de la democracia,  sistema que debiera servir para defender a los ciudadanos de los abusos que el poder ilimitado suele emplear en su contra.

A grandes rasgos, esta es la situación en la que se halla inmerso el mundo  -fundamentalmente Occidente- en los momentos actuales. Pero, ¿que hacer?. Sin duda, refundar y someter al capitalismo a los intereses de las personas. El capitalismo salvaje ha de ser reconvertido en un sistema que vuelva a tener a las personas como referente, que sea la escala que explique su razón de ser.

Una primera medida sería la nacionalización pura y dura (e indefinida) de las grandes instituciones financieras, que han recibido el apoyo prácticamente incondicional de fondos públicos.

También debería ponerse coto al libertinaje de las grandes multinacionales, dispuestas siempre a emigrar  hacia donde más beneficios puedan obtener, prescindiendo de cualquier consideración minimamente social y justa, para los trabajadores a los que, a menudo, consideran meros instrumentos -prescindibles- para obtener pingües dividendos para sus accionistas.

Si los dividendos de las empresas recibieran la misma consideración que se da a los salarios, podría combatirse con la misma intensidad las tensiones inflacionistas, no siempre culpa del aumento salarial.

La imposición de tasas -e impuestos- al movimiento de capitales internacionales, permitiría un cierto control de los movimientos puramente especulativos.

Deberían implantarse un sistema de sanciones, así como de impuestos hacia aquellas empresas que basan su negocio en la depredación de los recursos y materias primas de países enteros y la imposición de impuestos verdes, como compensación hacia los pueblos indígenas.

El comercio internacional debería estar sometido a un estricto control aduanero, así como arancelario, para evitar que la producción -y las máximas plusvalías- tengan como origen la explotación de los trabajadores, ancianos y niños y la no cobertura de los derechos sociales -humanos en definitiva-,  básicos de las personas.

No soy (ni quiero ser considerado) economista y lo anterior no es más que un ejercicio, tal vez infantilmente idealista, pero algo hay que hacer. Los ciudadanos queremos que la Política someta y condicione a la Economía. Que recuperemos la medida humana y que la maximización, las plusvalías, los dividendos y la avaricia no guíen nuestras vidas. Son demasiado valiosas para ser juguete del capitalismo salvaje.         



     
  

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