La crisis económica que azota a Catalunya y por extensión a todo el Estado Español, está degenerando en una grave confrontación política de imprevisibles consecuencias. Las manifiestas intenciones recentralizadoras y uniformadoras del Gobierno del Partido Popular, para desdibujar -en realidad, diluir- el estado autonómico pergeñado a la fuerza en la Constitución del 78, son tan evidentes como el indisimulado provecho que busca cobrar este mismo gobierno a causa de las dificultades financieras que sufre Catalunya, auténtico sujeto activo y pasivo de las veleidades nacionalistas españolas. España ha decidido poner punto final al experimento autonomista alumbrado durante la transición española, recogido en la Constitución y que según la opinión mayoritaria de stablishmen madrileño, se les ha escapado de las manos. El estado autonómico se concibió en sus inicios como la formula mágica para incardinar a las que serian bautizadas eufemisticamente como nacionalidades históricas, es decir, Galicia, País Vasco y Catalunya, en la nueva España que nacía al amparo del entendimiento -la malograda transición- entre las omnipresentes fuerzas franquistas de entonces (y ahora) en el poder y la débil oposión democrática, incapaz de vencer a la dictadura, que acabó muriendo plácidamente en la cama.
Pronto se puso de manifiesto la incomodidad que aquella decisión produjo entre los poderes fácticos hispanos. Es decir, entre los altos mandos del ejército, altos funcionarios (franquistas) de la administración, el mundo mediático y la judicatura del momento, la jerarquía de la Iglesia y los poderes económico-financieros, todos ellos radicados en Madrid y beneficiarios directos de la deleznable dictadura de Franco. Las tensiones en estos sectores de la sociedad española estallaron el 23 de febrero de 1981, fecha del aparentemente fracasado golpe de Estado de Tejero y Milans del Bosch. Mi opinión es que en realidad no fracasó, ya que los partidos políticos mayoritarios entonces -UCD, AP, PSOE y PCE, bajo el mando e inspiración del Rey Juan Carlos I, decidieron dar satisfacción a las inquietudes expresadas por los poderes fácticos y procedieron a alumbrar el llamado café para todos, cuya única intención fué igualar, uniformar y extender el proceso autonómico a todas las regiones españolas. Así, se lograba someter a Catalunya -no tanto al Pais Vasco, por el Concierto Económico que disfruta- al régimen común español, operación reforzada por el quebranto constitucional que había significado incluir como autonomía histórica a Andalucía, después de un vergonzoso referéndum de resultados convenientemente edulcorados y reinterpretados.
Es fácil deducir que a partir de entonces, el estado autonómico español estaba condenado al más absoluto fracaso. El afán emulador que las demandas y necesidades catalanas provocaba entre aquellos nuevos entes creados de la nada -si lo tienen los catalanes, ¿porqué no nosotros?- nos conduce directamente a la situación actual. Dieciséis comunidades autónomas y dos ciudades (Ceuta y Melilla); con sus respectivas asambleas regionales, cuerpo de funcionarios y empresas públicas por doquier, en muchos casos televisión y radios públicas, etc.... Se crearon instituciones y se aprobó la legislación necesaria para someter a Catalunya a la voluntad (y envidias) del resto de autonomías, como el Consejo General de Política Económica y Financiera, así como la LOFCA, la inspiradora y nunca derogada LOAPA, la legislación sobre canales públicos de TV, etc... Y, sobretodo, se provocó la inviabilidad funcional de las comunidades autónomas, para así hacer fracasar el Titulo VIII de la Constitución Española que consagra la división territorial del Estado y que diferencia claramente entre nacionalidades y regiones. Distinción abolida por las preclaras mentes pensantes de los partidos políticos nacionalistas españoles con posibilidades de alternancia en el Gobierno: Partido Popular y Partido Socialista Obrero Español.
Todo este cúmulo de circunstancias adversas, unido a la crisis económica y financiera actual como elemento aglutinador de las reales intenciones y deseos de lo que podríamos calificar como nueva hispanidad, nos ha conducido al más rotundo fracaso de este artificial proceso de falso autonomismo que durante treinta años ha pretendido, primero, dar acomodo a las aspiraciones catalanas y vascas dentro del Estado Español y segundo, reconducir y someter estas aspiraciones de las nacionalidades históricas a la interpretación sumamente restrictiva y coercitiva que tanto el PP como el PSOE han perpetrado en la aplicación de su ideario constitucional, absolutamente excluyente y rotundamente petrificado; en contraposición con las intenciones iniciales de los padres de la Constitución, que concibieron la carta magna española con suficiente flexibilidad y ambigüedad para que la interpretación que se hiciera de la misma fuera amplia, plural e integradora. Como es evidente, el fracaso de esta noble pretensión ha sido clamoroso.
Al principio de este escrito me he permitido calificar a Catalunya como sujeto activo y pasivo de las veleidades del nacionalismo español. En efecto, según reconocen significados políticos españoles, mientras que el Concierto Económico Vasco es viable y sostenible para España, es imposible en el caso catalán. Y como sea que esta es la necesidad y el deseo que tiene Catalunya en el presente, España pasa a la ofensiva y utiliza todos los argumentos, políticos, económicos, legales, alegales o ilegales a su disposición para paralizar y frustrar las aspiraciones catalanas. Estas son las consecuencias que paso a analizar seguidamente.
Pronto se puso de manifiesto la incomodidad que aquella decisión produjo entre los poderes fácticos hispanos. Es decir, entre los altos mandos del ejército, altos funcionarios (franquistas) de la administración, el mundo mediático y la judicatura del momento, la jerarquía de la Iglesia y los poderes económico-financieros, todos ellos radicados en Madrid y beneficiarios directos de la deleznable dictadura de Franco. Las tensiones en estos sectores de la sociedad española estallaron el 23 de febrero de 1981, fecha del aparentemente fracasado golpe de Estado de Tejero y Milans del Bosch. Mi opinión es que en realidad no fracasó, ya que los partidos políticos mayoritarios entonces -UCD, AP, PSOE y PCE, bajo el mando e inspiración del Rey Juan Carlos I, decidieron dar satisfacción a las inquietudes expresadas por los poderes fácticos y procedieron a alumbrar el llamado café para todos, cuya única intención fué igualar, uniformar y extender el proceso autonómico a todas las regiones españolas. Así, se lograba someter a Catalunya -no tanto al Pais Vasco, por el Concierto Económico que disfruta- al régimen común español, operación reforzada por el quebranto constitucional que había significado incluir como autonomía histórica a Andalucía, después de un vergonzoso referéndum de resultados convenientemente edulcorados y reinterpretados.
Es fácil deducir que a partir de entonces, el estado autonómico español estaba condenado al más absoluto fracaso. El afán emulador que las demandas y necesidades catalanas provocaba entre aquellos nuevos entes creados de la nada -si lo tienen los catalanes, ¿porqué no nosotros?- nos conduce directamente a la situación actual. Dieciséis comunidades autónomas y dos ciudades (Ceuta y Melilla); con sus respectivas asambleas regionales, cuerpo de funcionarios y empresas públicas por doquier, en muchos casos televisión y radios públicas, etc.... Se crearon instituciones y se aprobó la legislación necesaria para someter a Catalunya a la voluntad (y envidias) del resto de autonomías, como el Consejo General de Política Económica y Financiera, así como la LOFCA, la inspiradora y nunca derogada LOAPA, la legislación sobre canales públicos de TV, etc... Y, sobretodo, se provocó la inviabilidad funcional de las comunidades autónomas, para así hacer fracasar el Titulo VIII de la Constitución Española que consagra la división territorial del Estado y que diferencia claramente entre nacionalidades y regiones. Distinción abolida por las preclaras mentes pensantes de los partidos políticos nacionalistas españoles con posibilidades de alternancia en el Gobierno: Partido Popular y Partido Socialista Obrero Español.
Todo este cúmulo de circunstancias adversas, unido a la crisis económica y financiera actual como elemento aglutinador de las reales intenciones y deseos de lo que podríamos calificar como nueva hispanidad, nos ha conducido al más rotundo fracaso de este artificial proceso de falso autonomismo que durante treinta años ha pretendido, primero, dar acomodo a las aspiraciones catalanas y vascas dentro del Estado Español y segundo, reconducir y someter estas aspiraciones de las nacionalidades históricas a la interpretación sumamente restrictiva y coercitiva que tanto el PP como el PSOE han perpetrado en la aplicación de su ideario constitucional, absolutamente excluyente y rotundamente petrificado; en contraposición con las intenciones iniciales de los padres de la Constitución, que concibieron la carta magna española con suficiente flexibilidad y ambigüedad para que la interpretación que se hiciera de la misma fuera amplia, plural e integradora. Como es evidente, el fracaso de esta noble pretensión ha sido clamoroso.
Al principio de este escrito me he permitido calificar a Catalunya como sujeto activo y pasivo de las veleidades del nacionalismo español. En efecto, según reconocen significados políticos españoles, mientras que el Concierto Económico Vasco es viable y sostenible para España, es imposible en el caso catalán. Y como sea que esta es la necesidad y el deseo que tiene Catalunya en el presente, España pasa a la ofensiva y utiliza todos los argumentos, políticos, económicos, legales, alegales o ilegales a su disposición para paralizar y frustrar las aspiraciones catalanas. Estas son las consecuencias que paso a analizar seguidamente.
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